Una serie de investigaciones sugiere que sesiones regulares de juego brusco hacen a los niños más felices y exitosos.

En poco tiempo, están rodando a través de la sala de estar, como cachorros de oso, y yo estoy luchando contra mi impulso de decirles que se detengan. Para mí, como madre de un hijo único, todos esos empujones, tironeos, jadeos y sarandeos me resultan un poco inquietantes. Pero mi marido dice que está bien, así es como juegan los niños. Lo que puede ser cierto, pero mi amado esposo es también el que está en el campo de fútbol gritando, "Vamos, puedes hacerlo mejor que eso!", mientras que el resto de los padres murmuran un flujo constante y solidario de "Buen trabajo, Buen trabajo". Así que me preocupa, quizás excesivamente, que nuestra familia esté encaramada en una pendiente de agresión. ¿No es el juego de lucha el tipo de cosas que comienza con un cabezazo y termina con la visita de un oficial de libertad condicional? Las generaciones anteriores no se habrían preocupado tanto como yo (en ese entonces, una explicación de "los chicos siempre serán chicos" explicaba cualquier comportamiento inducido por golpes). Pero soy reacia a los estereotipos de género, y vigilo la violencia, como muchos otros padres que conozco.
Liz Kingstone, una maestra de jardín de infantes de Toronto y madre de tres niños, lucha con la tendencia de sus hijos a enfrentarse. Nunca termina bien, dice. "Encuentro que los juegos de luchas son un poco violentos. Los niños necesitan ser físicos, pero hay muchas maneras de hacer eso sin estar en el suelo luchando".

El juego físico intenso ofrece una variedad de ventajas sorprendentes, desde el desarrollo de la inteligencia de los niños hasta hacerlos más éticos, e incluso más agradables. En "Top Dog", un libro sobre la ciencia de ganar y perder publicado en 2013, los autores argumentan que el juego brusco puede ayudar a los niños a aprender a prosperar en un mundo cada vez más competitivo.
Los más prominentes defensores del juego físico intenso son el médico Anthony DeBenedet y el psicólogo Lawrence Cohen, autores de "The Art of Roughhousing: Good Old-Fashioned Horseplay and Why Every Kid Needs It" (El arte del juego brusco: una buena vieja costumbre, y por qué todo niño lo necesita). El libro, publicado en Canadá en 2011, contiene ejemplos prácticos de una variedad de movimientos para probar en el hogar, así como evidencia científica.
DeBenedet dice que el juego brusco es bueno para el cerebro: estimula el crecimiento de neuronas dentro de la corteza, la amígdala y en regiones del cerebelo, áreas responsables de la memoria emocional, el lenguaje y la lógica. El qué tan bien jueguen bruscamente los niños, está relacionado con lo bien que lo hacen en sus primeros años de escuela, hasta el tercer grado.
El juego físico intenso ayuda a desarrollar no sólo inteligencia cognitiva, sino inteligencia emocional. Mientras aprisionan a un amigo que se retuerce en el suelo, aprenden a leer el lenguaje corporal, expresiones faciales y otras señales sociales, como cuando su amigo ha tenido suficiente. "Puede ser contraintuitivo", dice DeBenedet, "pero realmente ayuda a los niños a desarrollarse".

Algunos investigadores creen que la agresión entre hermanos ayuda a los niños a entender la idea de la competencia. Pero son las madres y los padres quienes ayudan a los niños a sacar el máximo provecho del juego físico brusco.
Daniel Paquette, profesor de psicoeducación en La Universidad de Montreal, argumenta que por muy controversial que esto pueda sonar para la crianza con apego, cuando el único enfoque de los padres es construir un vínculo estrecho y seguro con su hijo, otro aspecto crítico del desarrollo puede ser descuidado. Los padres también tienen que fomentar la asunción de riesgos y otros comportamientos exploratorios, dice. El juego físico brusco entre padres e hijos permite a los niños (niños y niñas) explorar la agresión dentro del contexto de un vínculo emocional. Aprenden a retroceder o a empujar los límites, dependiendo de la respuesta que consiguen. Y al practicar la agresión en un ambiente seguro cuando son niños, aprenden a sentirse más cómodos con ella y a correr más riesgos cuando son adultos, ya sea enfrentándose a un colega o compañero intimidante (que hace bullying), o pidiendo un aumento.

"Cuando jugamos a luchar con nuestros hijos, les damos un modelo de cómo alguien más grande y más fuerte se controla", escriben DeBenedet y Cohen. "Les enseñamos autocontrol, imparcialidad y empatía. Los dejamos ganar, lo que les da confianza y demuestra que ganar no lo es todo. Les mostramos cuánto puede lograrse mediante la cooperación y cómo canalizar de manera constructiva la energía competitiva para que no tome el control".
James DeGreef, un papá en Victoria (BC), entiende intuitivamente la importancia del juego regular con sus dos niñas, de 6 y 10 años. "Cuando yo era joven, mi padre me fastidiaba mucho y me encantaba, y mis niñas también lo aman". La familia acaba de conseguir un nuevo cachorro, y la forma en que el perro responde al juego físico con otros perros le recuerda sus sesiones de lucha con sus hijas. "El reino animal ya lo ha descubierto. Los perritos ruedan alrededor en el parque, y con el tiempo, se les puede ver calculando sus límites." Las hijas de DeGreef disfrutaron de un juego brusco desde el principio, pero DeBenedet reconoce que algunos niños no están necesariamente listos para ser recogidos y lanzados como una catapulta griega o un cannonball humano (dos de los movimientos sugeridos en el libro). Los padres deben facilitar este tipo de juego, asegurándose de que los niños están en un estado de ánimo adecuado para hacerlo, y estableciedo palabras graciosas como código para señalar cuando ya han tenido suficiente. Pero lo que puede ser un juego aceptable en una familia, no necesariamente funciona para otras.

En los estudios de Paquette sobre el comportamiento de los niños para la Universidad de Montreal, el inicio del juego brusco entre niños comienza a los ~3-4 años, pero continúa hasta los 10 años.
Me gustaría decir que me he sumado a la diversión y me he convertido en parte del 73% de mamás que declaran participar en algún tipo de juego físico al menos dos veces por semana (en comparación con el 86% de los papás). Soy todavía una jugadora reacia.
Sin embargo, lo estoy intentando. No quiero que mi hijo desarrolle respuestas inapropiadas a la agresión, ya que de acuerdo con la investigación de Paquette, los animales privados de juego brusco imaginan amenazas donde no las hay. Y tampoco quiero dejar a mi hijo en desventaja. Los estudios multiculturales de Paquette indican que en las sociedades más competitivas, los padres y los niños participan en un juego físico más intenso.
Si no levanto a mi hijo en el aire y luego aplico una llave o una técnica de desmayo de vez en cuando, ¿Crecerá hasta convertirse en un blandengue sensible y desmotivado? Todavía no lo sé, pero lo dejé que me derribara el otro día. Supongo que eso es progreso.