Hace poco salieron los resultados de uno de los estudios más grandes que
se han hecho sobre la violencia en la crianza. 50 años de estudio y más
de 160 mil niños, para concluir que los palmazos NO educan y NO se
asocian con una mayor obediencia inmediata o a largo plazo (ver la noticia ACA). Por el
contrario, mientras más golpes recibe un niño, mayor es la probabilidad
de que desarrolle un comportamiento antisocial,
agresividad, problemas de salud mental y dificultades cognitivas (de
por vida). Como los mismos autores revelan, este estudio se refería al
efecto de los palmazos comunes y no a violencia severa, de esa que deja
secuelas físicas evidentes. Palmazos, nalgadas, de esas que muchos dicen
dar “por su bien” o usando frases repetidas como “me duele más a ti que
a mí”. Esas palmadas que, según revelan las cifras de la UNICEF (2014),
hasta un 80% de los padres todavía les da a sus hijos “por su bien”. Y
leer los comentarios de la gente ante los resultados de este estudio en
sitios como bebesymas me ha dejado mal. Me confirma que ese 80% puede
incluso ser más alto (¿cuántos padres confiesan golpear? ¿Cuántos niños
callan por vergüenza o miedo?). Hemos normalizado a tal grado la
violencia, que la mayoría de la gente la justifica con frases del tipo
“a veces se lo merecen” o le baja el perfil diciendo “hablamos de una
nalgada no de golpes” (¿en qué minuto un golpe de cualquier tipo deja de
ser golpe?). La frase más recurrente suele ser “a mí me pegaban y salí
bien” (o peor “gracias a eso” salí bien). No puede haber salido tan bien
alguien que considera que un niño merece un golpe. Y leyendo los
comentarios me doy cuenta de que el gran problema es la falta de
recursos, que nos lleva a los extremismos.
Quienes golpean piensan que no existe otra forma de educar, y que quienes no le pegamos a nuestros hijos somos unos permisivos que no les enseñamos nada. La permisividad es el otro extremo, es dañina y además de no enseñar nada produce una tremenda inseguridad en el niño, que necesita sentir que sus padres lo guían y tienen el control. Pero existen muchas formas entre los extremos. Se puede enseñar a través del ejemplo, de la empatía, de la explicación firme pero amorosa. ¿Cuántas cosas hemos aprendido en la vida sin necesidad de que nos peguen? Cuando dejamos de hacer algo por miedo a un golpe o un castigo, sólo hemos aprendido a evitar el castigo, no la razón real para no hacer algo. En cuanto perdamos el miedo volveremos a hacerlo, porque no hemos entendido nada. O aprenderemos a hacerlo a escondidas, porque “si mis padres se enteran me llega”. El miedo paraliza y por lo tanto hace el aprendizaje más lento.
Hoy les quiero contar uno de esos ejemplos, de cómo si se pueden enseñar sin necesidad de recurrir a castigos, amenazas o golpes, y cómo esas enseñanzas perduran en el tiempo.
Mi hijo va al jardín desde pequeñito. Sin familia cerca ni nadie de confianza que lo cuidara, tuve la suerte de encontrar un lugar que me dio confianza, y donde estuvo por más de dos años al cuidado de la mejor tía que le pudo tocar. Su tía Sandra pasó a ser su segunda mamá, e incluso preguntaba por ella los fines de semana, o durante las vacaciones. Ella tenía una particularidad que no me ha tocado ver en otra educadora. Se preocupaba de la consistencia. De que el niño en el jardín recibiera un trato similar (dentro de lo posible) al que le damos en casa, especialmente en los momentos de conflicto. No sé si lo había leído o estudiado, pero lo cierto es que la consistencia es uno de los pilares para que un niño asimile las reglas o normas de conducta más rápido, y por eso agradecí mucho que se preocupara de eso. Ella tenía reuniones con los padres, donde nos preguntaba cómo corregíamos las actitudes negativas. En esas reuniones yo le expliqué que a nuestro hijo nunca lo habíamos castigado, menos golpeado, ni tampoco usábamos premios. Que alguna vez se me ha salido un grito (que tampoco soy una santa y a veces me agarra un día agotada o estresada por algo del trabajo), pero que en esos casos le pedía disculpas y le explicaba que la mamá también tenía días malos, aprovechando así de sacar algo positivo de mi descontrol. Le expliqué que cuando hacía algo que nos parecía mal nos agachábamos a su altura para ayudar a conectar, tratábamos de empatizar para asegurarnos de que nos escuchara, y luego le explicábamos con tono amable, pero serio, por qué eso no se hacía. Y que cuando era posible, buscábamos alguna forma de remediar lo que había hecho. No sé si la tía Sandra me tomó por loca o hippie en su momento, o si le pareció bien lo que hacíamos, porque tenía esa capacidad que tienen algunos de mantener “cara de poker” para que no supieras lo que estaba pensando. Pero muchas veces me di cuenta de que ella resolvía los conflictos con mi hijo de esa misma forma (se agachaba, le explicaba…). Un día al ir a buscarlo, poco antes de cumplir los 3 años, la tía me contó que mi hijo había roto un par de libros. Mi primera reacción fue de preocupación, porque le hemos inculcado el amor y respeto por los libros desde que tenía meses, y le gustan tanto que se duerme leyendo cada noche y no hay viaje al que podamos ir sin ellos. Cuando compramos uno nuevo no hay nada más importante para él en el mundo que leerlo ya mismo. Si había roto un par de libros es que seguramente estaba sintiéndose mal por algo. En vez de castigarlo, la tía nos mandó los libros en la mochila para que los reparáramos. Llegando a casa le pregunté qué había pasado ese día, y efectivamente estaba enojado por algo que ya ni me acuerdo (parece que lo malo se olvida fácil). Entonces le expliqué que había otras formas de expresar el enojo, pero que romper los libros de la sala le hacía daño a él y también a sus compañeros, porque a todos les gustaba mirarlos o que las tías se los leyeran. Los reparamos como pudimos, pero le mostré que igual habían quedado feos, y decidimos juntos que él llevaría uno de sus libros de regalo para compensar el daño. Le costó elegir uno, porque a esa edad les cuesta mucho desprenderse de sus cosas, pero lo hizo sin necesidad de que lo obligara. Al día siguiente llegó feliz del jardín. Me contó que su tía lo había llevado adelante y les había mostrado a todos cómo habíamos reparado los libros, y cómo había compensado el daño regalando uno de los suyos. Eso lo hizo sentirse orgulloso y feliz, y no volvió a hacerlo. Esa experiencia, positiva, le había enseñado mucho más que un castigo.
Enseñémosle a los niños las consecuencias de sus actos y las formas de solucionar los problemas. Que no dejen de hacer las cosas por miedo. Recordemos que para ser adultos respetuosos, primero debemos haber sido niños respetados